Bien, cuarenta minutos para escribir algo.
No se trata de escribir por escribir, porque lo cierto es que me muero de ganas por encontrar ese momento en el que empiezas a plasmar todo eso que piensas y sientes, las letras te enganchan y te olvidas del reloj. Sí, ese dichoso y odiado reloj, el que hace que siempre estemos pendientes de algo que llegará a una hora determinada, un día determinado, como seres cronometrados. Ocurre especialmente cuando llega la edad adulta y las responsabilidades llaman a nuestra puerta a cada minuto. Hacen que olvidemos que son necesarios esos felices momentos de mera existencia, en que el tiempo pasa a otra dimensión y no tenemos que calcular lo que haremos en el futuro, ni pensar en el pasado. Sólo importa el AHORA.
Durante el tiempo de estudio, sueño con el verano y con tener esos días repletos de nada: nada de horarios, de obligaciones, no hay todavía planes y puedes ir moldeando las horas a tu gusto, haciendo todo eso que te encanta y que nunca puedes hacer por falta de tiempo. Pero vaya, cuando llega el verano lo cierto es que los minutos vuelan, se esfuman mucho más rápido que de costumbre, y la paz soñada se convierte en días llenos gente y de planes imprevistos con ellos, planes que pueden ser igualmente buenos pero hacen que se olvide esa lista mental de tiempo dedicado a uno mismo.
Así que, dejando escritas estas líneas entre interrupciones familiares y llamadas telefónicas, me voy, con la esperanza de encontrar en estos dos calurosos meses días de tiempo egoísta, de sentirme como en una isla desierta y de encontrar la paz interior. O quizá lo mejor será ir ahorrando para un viaje a la India y allí convertirme al Budismo. O simplemente, creo que me apuntaré a yoga.