Ariadna tenía las manos entrelazadas. Notaba sus propios dedos y en contacto con ellos podía sentir el calor de un cuello azul principesco, que se tornaba rojo pasión. Cerró los ojos y redujo el mundo exterior a un beso, un intenso beso que se curvaba en forma de sonrisa. Ya no había un suelo en el que apoyarse, flotaba en el aire y ya no importaba nada... el mal del mundo parecía haberse esfumado. Suelen decir que la perfección no existe, pero para Ariadna, no había nada más perfecto que ese momento de roce con las nubes. Pero una voz en su cabeza hizo que mirase el reloj. Era imposible. Los escasos minutos habían resultado ser horas y Ariadna tenía que alejarse de aquel mundo perfecto hasta que el jefe deslumbrante se dispusiera a brillar y apagase las otras pequeñas luces del cielo.
Durante días, un noventa y ocho por ciento de pensamientos se podían resumir en uno:
ÉL. ¿Dormir? ¿comer? Eso era secundario, si podía estar al lado de aquel chico. Tenía miedo. Ya no podía controlar sus sentimientos, estaban volviéndose más fuertes que nunca. Entonces escogió olvidar sus temores, decir adiós a lo
apolíneo y darle la bienvenida a lo
dionisiaco, dejar a un lado la razón que tanto la había oprimido otras veces y empezar a dejarse llevar por sus sentimientos, por sus pasiones... aunque solo fuese por una vez.
Pero tras unos días maravillosos en el cielo, llegó la hora. Llegó ese beso. El más triste, el más esperado, el más desgarrado...y el último beso. Dos cuerpos, uno contra otro, presionados con fuerza hasta sentir dolor. El polo verde que él llevaba quedó sellado con una gota de agua salada que había recorrido lentamente las mejillas de Ariadna, únicamente una gota, pues ella mantenía la esperanza de volver a verle.
Su viaje a la Tierra fue lento y sin paracaídas. Había subido demasiado alto y las nubes habían cubierto los ojos de Ariadna, impidiéndole ver la altura y el riesgo a caer. Pero cayó dolorosamente. Su corazón colisionó contra un cristal, este se rompió en mil pedazos y quedaron clavados en su órgano vital. Por un momento, Ariadna perdió la respiración y luego la conciencia. En sueños, pensaba que no iba a salir de esa y su mente lloraba, inundándolo todo. Esas lágrimas recorrieron su cuerpo, llegaron a su pecho y, como un torrente de agua, arrancaron los cristales allí clavados. Entonces, cuando no quedaron más lágrimas, su corazón se secó, y ella recuperó la consciencia. Pero aún estaba muy dolorida.
Pasaron días, semanas, y entonces empezó a notar el efecto de la sal curadora que anteriormente había penetrado en su pecho. Esa sal estaba creando una cubierta protectora para reparar las heridas. Ariadna se alegró de que el dolor fuese cesando, pero lo que no sabía era que esa cubierta haría mucho más difícil la entrada y salida de sentimientos la próxima vez. Y quizá nunca podría volver a querer a nadie como lo había hecho.
Inesperadamente, una tarde, cuando las heridas habían desaparecido, Ariadna le vio. Toda la furia que había sentido durante esos meses de dolor y desengaño, volvió a azotarla con fuerza; pero al volver a ver aquella sonrisa, la ira se fue esfumando poco a poco. "¿Y qué debo hacer ahora?, ¿odiarte o quererte?". Después de todo, aún le quedaban esos bonitos recuerdos... Sin embargo, ahora su corazón era más fuerte y la cubierta protectora empezó a actuar. Ariadna cogió aire, dio media vuelta y se marchó por un camino distinto, dejando atrás lo que un día le hizo daño. Y esta vez para siempre.
¿Podría el tiempo abrir de nuevo su corazón impermeable?